por William Thabiso / Traducción revisada por Jorge Reyes
Había una vez un monito que vivía en un árbol muy alto de un bosque muy grande. Su árbol estaba en el borde del bosque, y desde la copa podía mirar por encima de una valla la pista de aterrizaje de un gran aeropuerto, donde los aviones aterrizaban y despegaban todos los días.
Al mono le encantaba ver cómo aterrizaban y despegaban los aviones. A veces se quedaba sentado durante horas y horas, simplemente mirando. Sus amigos y sus padres pensaban que era un poco raro—. No mires esas máquinas —decía su padre—. No tienen nada para nosotros. No podemos comer esas cosas, aunque parezcan grandes plátanos. O su madre le decía: —Hijo, baja a jugar con tus amigos. Hoy no has hecho suficiente ruido.
Incluso sus amigos intentaban que bajara ofreciéndole bocadillos, juegos y hasta el primer paseo en un nuevo tronco que querían hacer rodar por una gran colina. Todas estas cosas parecían muy divertidas y, normalmente, el monito se habría ido en un santiamén a jugar con sus amigos. Pero hoy era diferente. Hoy, el monito decidió que iba a ir a observar los aviones de cerca y ver qué los hacía volar. No baten las alas, como los pájaros, así que ¿cómo pueden mantenerse en el aire? Pues bien, iba a averiguarlo, y hoy era el día indicado.
El monito bajó de su árbol y, sin pedir permiso ni mirar atrás, corrió hasta la gran valla, trepó por un lado y bajó por el otro, y corrió por la pista hasta un gran avión marrón. Miró a su alrededor, se aseguró de que no había ninguna persona alta cerca y saltó a la escalera que conducía a la panza del gran pájaro-máquina.
Al principio, solo vio las grandes sillas donde se sentaba toda la gente, pero eran aburridas. Así que, en cambio, el mono giró a la izquierda, abrió una puerta y miró con asombro todos los botones, mandos, interruptores y luces. Había tanto que mirar que el monito dio un salto de alegría y aplaudió con las manos y los pies al mismo tiempo.
