Por Sandie Lee / Traducción revisada por Jorge Reyes
Las trompetas sonaban. Los tambores retumbaban. El olor a pastel flotaba en el aire. Era el día del cumpleaños de la princesa Adelia. Nuevamente había llegado el momento del desfile de pasteles.
En una casa diminuta y retorcida cerca de la ruta del desfile, Simón Sweet inspeccionaba frenéticamente. Todos los recipientes, ollas y cucharas estaban sucios. La harina y el azúcar lo cubrían todo.
La madre de Simón bostezó y se frotó los ojos mientras caminaba hacia su cocina sucia.
—El desfile está a punto de comenzar —dijo, frenético.— Y no puedo encontrar mi pastel.
Una enorme masa de pastel cayó sobre su cabeza.
Simón no se dio cuenta, estaba demasiado ocupado abriendo las puertas de los gabinetes. Mamá suspiró mientras intentaba quitarse la masa de su cabello.
—¿No es aquella? —preguntó. Señalando un bulto asqueroso y decaído que sobresalía por debajo de una pila de tazones sucios.
Aliviado, Simón corrió y levantó su creación con orgullo:
—¿Qué opinas?.
Su mamá lo amaba mucho. Simón tenía buen corazón y había hecho todo lo posible para ayudar desde que el dragón se llevó a su padre. Pero, a decir verdad, no era un buen panadero.
—Está... eh... lindo —dijo ella, dándole un enorme abrazo.
Simón se fue, caminando con orgullo. Si la Princesa elegía su pastel, recibiría un tazón hecho de oro. Oro puro. Lo que significaba que él y su madre nunca más tendrían que preocuparse por dinero.
Cuando Simón llegó al final de la larga fila, había panaderos con pasteles hasta donde alcanzaba la vista. Tartas con todo tipo con glaseados de colores, dulces y flores. Algunos pasteles sobresalían por encima del resto. Otros se ahogaban en chocolate, caramelo y bayas jugosas. Uno tenía témpanos de azúcar que brillaban a la luz del sol. Un pastel en forma de castillo con un glaseado como de piedra llamó la atención de todos. Cuatro hombres se tambaleaban bajo el peso de un pastelillo violeta del tamaño de un mamut.
Incluso había un montículo de hojaldre. Era tan liviano que el panadero tuvo que amarrarlo a su muñeca para evitar que saliera flotando.
Simón miró hacia abajo. El suyo era el único pastel pegajoso. Jamás podría ganar el tazón dorado.
Un panadero de aspecto mezquino se volvió hacia él y se burló.
—¿Llamas a eso un pastel de cumpleaños? —preguntó—. Es demasiado pequeño, está a punto de caerse y se ve bastante... bastante... pegajoso.
Otros concursantes también lo señalaron y se rieron. Simón estaba avergonzado. Ojalá nunca hubiera entrado en este desfile, pensó.
De repente, escuchó un extraño ¡ZOOM! ¡ZAZ! Y una sombra oscura cubrió el desfile.
—¡UN DRAGÓN! —alguien gritó.