Por Michelle L. Brown
Traducción revisada por Jorge Reyes
—¡Vamos, Ara, date prisa! —dijo Basil, mientras subía a su burro—. ¡Tengo tanta hambre que podría comerte!
—¡JIAA! —rebuznó Ara.
Basil le dio una palmada al burro polvoriento.
—¡Era una broma! —pero su hambre no lo era.
Él y Ara habían entregado la última canasta del puesto del mercado de su madre en el souk. Ella ya estaba en casa con su hermana y preparaban la cena.
Basil comprobó que la bolsa de piel de cabra seguía atada a su cinturón.
—Cuidado con ese dinero —le había advertido su madre—. Necesitamos hasta el último dirham.
De repente, Basil olió algo dulce y con levadura. Siguió el aroma por las calles estrechas. Basil descendió de Ara frente a la puerta del panadero.
—Es pan de anís —le susurró al oído a Ara—. Como lo hace mamá.
Casi podía saborear la corteza crujiente de harina de maíz. ¿Sería realmente malo gastar dos pequeños dirhams? Podría recuperarlos mañana.
Ara empujó a Basil con su nariz. El chico suspiró.
—Lo sé. Tienes hambre también. ¡Y el panadero no vende heno!
Basil cerró los ojos y aspiró una última bocanada. Cuando los abrió, ¡allí estaba el panadero!
—¿Qué haces? —exclamó el hombre grande.
—Yo... estaba oliendo tu pan —dijo Basil.
—El precio es un dirham —el panadero abrió su palma regordeta.
—¡Pero yo no compré nada! —reclamó Basil.