El mundo es alto, allá afuera. Realmente lo es.
La vida puede ser dura en un mundo alto. No puedes alcanzar nada. Digamos que estás en el patio trasero y ves que hay un bonito y jugoso durazno en el árbol, y lo quieres porque estás hambriento, bueno, eso es una lástima. Porque no podrás alcanzarlo, ni de puntillas, ni aunque saltes. Todo lo que puedes hacer es sentarte allí mirándolo, lamiéndote los labios, deseando que el melocotón... caiga… al suelo.
La vida puede ser frustrante en un mundo alto. No puedes ver nada. Digamos que vas en el auto y tu papá dice: “¡Mira cómo va ese elefante!” y tienes tantas ganas de verlo, y estás desesperado, bueno, olvídalo. Porque no podrás verlo, ni siquiera si estiras la espalda como un chicle, ni siquiera si te rompas el cuello. Todo lo que puedes hacer es sentarte ahí haciendo pucheros mientras tu padre dice: “Wow, nunca volveremos a ver uno de esos, ni en cien…millones…de años”.
La vida puede ser aburrida en un mundo alto. No puedes jugar nada. Digamos que tu hermano mayor está jugando al baloncesto y tú también quieres jugar, y estás frenético, bueno, no te hagas ilusiones. Porque no podrás llegar al aro, ni siquiera si lo lanzas con todas tus fuerzas, ni siquiera si te subes a la espalda de tu hermano. Todo lo que puedes hacer es sentarte allí mirando mientras tu hermano dice: “¿Viste eso? Otra… gran… canasta.
Sí, el mundo alto es desagradable.
Pero he aquí un secreto: