Por Rebecca Colby / Traducción revisada por Jorge Reyes
A Bruno le encantaba chapotear en los charcos de barro. Le encantaba revolcarse en la hierba. Le encantaba empujar sus camiones de juguete en la arena. Le encantaba comer bayas hasta que le escurrían por la barbilla. Le encantaba ser desordenado, cuanto más desordenado, mejor.
Lo único que a Bruno no le gustaba era bañarse. Él haría cualquier cosa para evitarlo. Algunos días se escondía en el sótano con las arañas. Pero su hermana siempre lo encontraba.
Algunos días se apretaba el estómago y gemía. Pero su madre siempre sabía que no estaba realmente enfermo.
Algunos días golpeaba el suelo y lloraba. Pero su padre siempre lo enviaba arriba a su baño. Entonces Bruno subía las escaleras como un buen oso y preparaba el baño. Con la punta de una pata, chapoteaba y chapoteaba hasta que el agua salía por todas partes. Luego trazaba huellas de patas embarradas por el suelo. Finalmente, limpiaba las manchas de bayas en una toalla. Todos los días Bruno hacía lo mismo. Hacia un lío mientras fingía tomar un baño. Y cada día Bruno se acostaba un poco más sucio.
Pronto el pelaje de Bruno su puso pegajoso. Su pijama se tornó de colores. Las chinches rebotaban en sus sábanas. Lo peor de todo, es que comenzó a oler muy mal.
—¡Algo huele mal! —dijo su hermana.
—¡Abran las ventanas! —dijo su madre.
—¡Saquen la basura! —dijo su padre.
Nadie sospechaba de Bruno, así que nadie lo miró realmente. Acababa de tomar un baño. No había chance de que fuera él.